26.5.12

juan carlos mestre / una entrevista y dos preguntas soñadas




El poeta berciano Juan Carlos Mestre publica estos días su nuevo libro, La bicicleta del panadero, editado por Calambur. Con motivo de una lectura poética Mestre atendió a una entrevista que hoy sirve como marco al adelanto de dos poemas de su nuevo libro. Comenzamos por las preguntas soñadas.



Make love

La evolución de los sueños pinta estrellas en los muros de París
Es decir, escribe mayo, probablemente un acontecimiento volátil
Los transeúntes, es decir, los clientes de la revuelta, leen 68 veces
la palabra revolución y eso exagera su temor a las barricadas
Bien, hasta aquí todo correcto, los estudiantes creen en el poder popular
Es decir, creen en el poder de sus padres distribuido a partes iguales
entre los talleres de obreros y los académicos de Bellas Artes
La policía será solidaria con las algaradas y creará nuevos puestos de trabajo
Los emigrantes inaugurarán una nueva idea de felicidad
Y llevarán a sus hijos a la playa, oculta bajo los adoquines de la calzada
Atreverse, ese es el lema de los cirujanos y los geólogos del tedio revolucionario
inmiscuirse en la tensión sexual que radicaliza la lucha de clases
Lo probable, mucho más que posible, será amarse los unos a los otros
desabotonarse el cerebro en la Soborna, esparcir octavillas por los hostales
La imaginación es radicalmente femenina, una anunciación capaz de convencer
a todos los carpinteros de Galilea. Make love, not war, dijo el que era
como un hijo para Elohim, el primer surrealista, un saltimbanqui para los romanos
Las palabras corren solas a sentarse en el muro como hijas de bibliotecarios
Todo es posible, nadie es Rimbaud. Exploremos el caso
En el siglo XVI Eva Fliegen vivió 17 años sin otro alimento que el perfume de las flores
¿Quién dijo, quién fue el que dijo que todos éramos judíos alemanes?


El ermitaño

El ermitaño abre la cancela y su mirada limpia la noche con la lira de las cinco serpientes. El ermitaño no dice nada, tampoco sabe proteger con palabras esa parte del firmamento en la que crecen los espinos. Los espinos dan al ermitaño consejos que han sido repetidos desde hace dos mil años: los reyes del Norte tienen la sangre fría como los lagartos, los reyes del Sur no usan camisa. La amargura y lo hermoso saben que serán un mismo pájaro hembra en la cabeza del ermitaño, Tiene paciencia, bebe granero para los climas que todavía no se han bautizado, lámparas de aceite en cada choza de lo distinto. Lo que desconoce el ermitaño lo comprende cualquier tozudo con modales si le da una patada a este párrafo. El ermitaño vive en él, dentro de él, como la carta en el sobre y el amo de las gallinas en el comedero de las matemáticas. Wittgenstein era un ermitaño y todo aquel que nunca ha visto a su padre puede ser considerado un ermitaño al leer los e-mail que se envía a sí mismo. Las avenidas de Nueva York están abarrotadas de ermitaños que oyen cada cuarto de hora las trompetas de la resurrección de Lázaro. Un ermitaño pone un frasco junto a la ventana y esas serán las aguas que han recorrido las aguas del acento. No mencionarán detalles, ni cuando aman, ni cuando se los llevan aparentemente muertos. No usan espejo ni han olido la decisión predestinada a la canela. Tampoco recuerdan a las muchachas con pelo rojo a la hora de acostarse. Desconocen los evaporadores y el ballet. Están ahí flotando en el afuera como insectos en la órbita del neón. Quién sabrá si atrapados en otro tipo de música. Sin dueño.


Entrevista

José María Castrillón: ¿Es el encuentro personal con los lectores una de las razones que históricamente fortalecen la pervivencia de lo poético?
Juan Carlos Mestre: Los poetas saben que el principio de incertidumbre preside todas las actividades de lo imaginable, desde una sencilla lectura de poemas a la expansión de una galaxia; ahora bien, que la voz sin boca de la poesía se reencuentre con la presencia de su préstamo, en este caso el oyente, no el lector, pudiera contribuir a que las ensoñaciones del reposo de las que hablaba Bachelard se levanten un ratito más temprano para seguir dándole cavilación a lo misterioso.

¿Y qué matices ofrecen las lecturas públicas al devenir de la poesía?
No es lo mismo leer las transfiguraciones de la conciencia en escritura que oír el ruidito de los niños de Lorca machacando pequeñas ardillas en los montones de azafrán de la imaginación. Los matices de una lectura pública son como las desavenencias entre los colores del arco iris, una voluntad de alianza entre la siempre difícil palabra de la voz pública y el riesgo de no justificar el silencio que esta desaloja. En fin, solo lo difícil resulta estimulante, pensaba el inmenso Lezama anclado en el barómetro de su sillón tormentoso; habrá que arriesgarse bajo la lluvia de mi discreta tormenta. Sin pretensión, sin devenir, pero está bien que los poetas abandonen el silencio, esa permanente sugerencia del poder para que el ciudadano hable cada vez en voz más baja.

Ha desarrollado su creatividad a partir de elementos heterogéneos: la pintura, la poesía y la música. Con seguridad no halla usted obstáculo alguno para conciliar estos lenguajes. Ahora bien, ¿en qué medida estas disciplinas se influyen mutuamente en su obra?
Su pregunta está confiada a lo amable, pero he de decirle que con seguridad lo único que he encontrado, a pesar de su generoso pronóstico, son dificultades para conciliar esos lenguajes. A mí, hacer cualquier cosa me cuesta un trabajo extraordinario, tanto de concentración como de tiempo, me entrego a ello las veinticuatro horas del día, he tardado diez años en escribir cada libro de poemas, meses en concluir un grabado… Todo es indócil, desobediente, insatisfactorio, y esa sublevada actitud a lo insumiso se contagia a todos los campos semánticos, formales y significativos de cuanto he pretendido hacer.

Siente, entonces, la creación como un proceso de lucha, un hacer agónico…
Quiero decir que el obstáculo es el desafío, y que de esa debilidad de no saber surge el estímulo de la búsqueda y la navegación por las zonas de peligro de la razón. Me gusta vivir en esa asamblea de disímiles: los débiles y los descontentos –creo que era Picabia el que lo decía– hacen mucho más hermosa la vida.

¿Hasta qué punto las expresiones artísticas actuales, y más concretamente los textos poéticos, han de reaccionar a las quebraduras sociales y económicas de estos años? En su caso, ¿siente que su decir poético responde, se resiente o se entromete en los conflictos sociales recientes?
El arte, en general, como cualquier otra disciplina relacionada con el proyecto espiritual de los seres humanos, lo primero que ha de hacer es asumir los límites de su posibilidad, no contribuir a la cháchara de los agónicos profetas de la catástrofe ni, tampoco, a la oferta de paraísos que no han hecho otra cosa en los últimos siglos que aplazar la evidencia de su propio fracaso. Dicho esto, he de decir que pertenezco a la tribu de los que han renunciado a ejercer cualquier tipo de autoridad artística sobre los demás, en mi caso me ha resultado bastante fácil, sencillamente porque no la tengo. Eso no impide que piense que existe una responsabilidad, un encargo que nadie nos ha hecho, pero asumido por el hecho de trabajar con la lengua, que es el evitar que la casa de las palabras sea invadida por los publicistas y los mercaderes, aquellos cuyo único objetivo es cambiar el sentido de redención que tiene el lenguaje en la conciencia humana: que la palabra «misericordia» y «piedad» vuelvan a significar lo que no significaron en momentos en que la ausencia de su voz solo devolvió a la historia el eco de la catástrofe.

¿Y en qué lugar coloca a los poetas esa responsabilidad?
Pienso que el poeta es testigo, incómodo testigo y a la vez vigilante de la tarea para la que han sido hechas las palabras: ayudar a construir la casa de la verdad, y no para destruirla, secuestrada por la demagogia del nuevo fascismo del populismo político, los bandoleros económicos y las bebidas refrescantes.

¿Cree posible encontrar modos de expresión poética en los nuevos lenguajes digitales?
Creo en todo lo que a simple vista pudiera resultar imposible o un desafío a lo inverosímil desde la perspectiva terca de nuestro presente. La velocidad que alcanzará en un plazo de veinticinco años el conocimiento matemático y la física cuántica supondrá una transformación de tal magnitud sobre lo que hoy consideramos hipótesis que solo nos queda aceptar la inteligencia del porvenir como velocidad crítica de los deseos pasados. Habrá nuevos modos, sin duda, ojalá, maneras hoy inimaginables de expresión poética. Sin embargo eso, aun siendo tan importante, no es para mí lo fundamental, que seguirá siendo la responsabilidad ética ante un otro, el hacerse cargo del desvalido y la memoria moral de las víctimas, es decir, la poesía como una de las formas de la justicia pendiente de ser ejercida.

Podría esbozar algún tipo de panorama actual de la poesía española y, si es posible, trazar algún tipo de línea para el futuro.
Las voces de la tierra son tan diversas, afortunadamente, como las nubes sin dueño que avanzan sobre la magnitud de lo que no tiene cálculo. No hay panorama, no hay recinto ni cuarteles de invierno. Hay barracones de insumisos, pero, cuando llegan a ellos los agentes de seguridad de la crítica, ya han desaparecido. Madrugan los soñadores, se acuestan tarde en las buhardillas ilocalizables por los capataces del canon. Veo, leo y amo la poesía de muchos poetas, creo que todos ellos al margen de las tendencias que han ordenado el catastro lírico como si se tratase de un regimiento de soldados, con sus respectivos escalafones. No, nada de eso me ha interesado nunca nada. La poesía que me ha salvado la vida está en otra parte; nace en Antonio Gamoneda y Rafael Pérez Estrada y Nicanor Parra, pasa por Gonzalo Rojas y Lezama Lima y Juan Larrea, y desemboca en poetas que han hecho de la imaginación y la desobediencia a los lenguajes normalizados del poder la adolescencia de los permanentes desafíos de su sueño colectivo, la belleza y la verdad de John Keats enfrentadas a la servidumbre de la sociedad de mercado, es decir, al feo asco de su mentira.

Continuemos hablando, si le parece, de esa tradición literaria, de sus lecturas irrenunciables. ¿Qué autores continúan latiendo en su memoria de lector?
En el centro mismo de mi sueño está el relámpago de Saint John-Perse, Anábasis, que llega a mi mano como herencia de mi primer amigo en la poesía, el poeta suicida Gilberto Ursinos. Ese libro se lo había regalado a él Gamoneda, junto a las Elegías de Rilke y los Cantos de Pound, en las ediciones de Adonais. Esos libros los heredé de Ursinos, yo tenía 14 años, escribía no se puede decir que poemas, sino ingenuas versificaciones, pero leí esos libros sin entenderlos durante años. Un día se abrieron como un girasol en medio de la noche y nunca más volví a ser el mismo. La cifra había sido desvelada. Después, ya no renuncié a nada, tan hermoso en su necesidad es un poema de Robert Desnos como otro de Wallace Stevens. No podría olvidar lo que constituye esencialmente mi tradición y que no son estrictamente escritores, sino la amistad con las personas más dignas que he conocido y alguna de las cuales, además, han escrito admirables poemas. Pongamos, para no exagerar ni hacer interminable la lista, a tres íntimos, Guillermo Shakespeare , Oscar Wilde y Walt Whitman.

Sospecho que no se hallaban libros de tales autores en la modesta casa familiar.
En mi casa natal no es que hubiera una biblioteca mediocre, simplemente no había ningún libro, yo aprendí a leer muy pronto, prospectos de medicamentos y otros papeles así, palabras mágicas destinadas a curar la enfermedad y consolar en el dolor, luego no cambiaron demasiado las cosas cuando las lecturas de Rosalía de Castro o mi delicado paisano Enrique Gil y Carrasco me ayudaron a huir del invierno y los espectros de la melancolía.

Ahora desde fuera. A la expresión poética le asedian conceptos; de continuo se acude al cuño: poesía del sentido común; o bien poesía del silencio; o neosurrealismo… ¿Asiente a alguno de estos términos? ¿Se mueve con más comodidad en alguno de ellos?
La poesía como las raíces del mundo es esa fidelidad a lo maravilloso que cada cual reconocerá según la zona de labranza de su inteligencia. La conciencia poética no tiene gramática y su práctica carece de preceptiva. Sobran forenses y policías en los alrededores de la casa de huéspedes de los poetas, sobran clasificaciones y generaciones de serrín en las arboledas líricas. Mire usted, todo esa manía ordenadora de ismos y movimientos es un miserable y falso contagio de los discursos de orden. Qué silencio ni que gaitas, qué es eso de surrealismo frente a sentido común; categorías arbitrarias, practicas para la doma y la sumisión a los estereotipos, bobadas de conceptistas sosos. La poesía está donde esté el desafío de la condición humana, subiendo a la vez a las inalcanzables terrazas de la revelación, descendiendo a los subterráneos del sueño, hablando a ras de suelo con el individuo, recordando el futuro, cuidando la sonrisa de los muertos, hablando con todo de todas las maneras posibles. De esa heterodoxia, de esa voluntad ecléctica de hereje, de ese pueblecito de los que están llenos de nostalgia como los niños y los corderos quisiera ser yo también vecino.

Es frecuente asociar el concepto de poesía, y su acción, al discurso de lo no útil. Praxis frente a poiesis. Al fondo, quizá, los recelos del viejo Platón hacia los poetas. Pero ¿es posible que lo que nace de la imaginación y de la emotividad pueda ser inútil entre los seres humanos?
Como todo el mundo sabe, Platón era un dulce mangante maravilloso en cuyos labios anidaban las abejas, y que hizo lo que pudo para que los poetas pudieran encontrar su lugar en la imprescindible inutilidad de lo que los filósofos y otros personajes cultos llaman el logos. Nadie cuestiona la utilidad del canto de los pájaros o la incomprensible influencia de la luna sobre los manicomios sin techo lleno de monos vivos que corren por la playa. Ninguna actividad percibida como materia de lo sensible por el conocimiento humano es inútil.

Tal vez exista por ello alguna forma de consuelo en la poesía.
Hay, claro que hay algo redentor en la poesía de Paul Celan, claro que hay algo que hace la vida más bella en el pensamiento de los animalitos que oía Lorca en el abecedario de las estrellas. Yo he encontrado consolación en los poemas de Antonio Gamoneda y René Daumal. Toda mi vida he creído en la poesía, ella ha sido mi única posibilidad y ahora ya solo me queda tiempo para darle las gracias. Y en ello, platónicamente, estoy.


Juan Carlos Mestre, poeta y artista visual nacido en Villafranca del Bierzo en 1957, es autor de Siete poemas escritos junto a la lluvia (1982); La visita de Safo (1983); Antífona del otoño en el Valle del Bierzo (Premio Adonáis, 1985; reeditado por Calambur en 2003 con un CD en el que el autor recita acompañado por Amancio Prada y otros músicos amigos); Las páginas del fuego (1987); La poesía ha caído en desgracia (Premio Jaime Gil de Biedma, 1992); La tumba de Keats (Premio Jaén de Poesía, 1999, escrito durante su estancia en Roma); El Universo está en la noche (2006, obra singular en la que recrea mitos y leyendas mesoamericanas); La casa roja (2008, Premio Nacio­nal de Poesía 2009); La visita de Safo y otros poemas para despedir a Lennon (2011, en el que revisita y amplia su obra de juventud); y La bicicleta del panadero (2012). Una selección de su poesía fue recogida en Las estrellas para quien las trabaja (2007). Ha editado las antologías poéticas de Rafael Pérez Estrada (La palabra destino, 2001) y de Rosamel del Valle (La visión comunicable, 2001); y la novela de Enrique Gil y Carrasco, El señor de Bembibre (2004). Como artista visual, ha expuesto su obra gráfica y pictórica en Europa, EE.UU. y América Latina. Fue Mención de Honor en el Premio Nacional de Grabado de la Calcografía Nacional en 1999.



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