31.12.12

luis ingelmo / buena park



 


BUENA PARK


Al salir reculando por la puerta trasera del edificio, los abrigos abrochados hasta arriba y las capuchas echadas, una ráfaga de aire gélido nos golpea las caras. Al instante, fumarolas de vapor perfumado con suavizante para la ropa nos envuelven por la derecha. Dos pasos más y conseguimos escapar del extractor de las secadoras. Le pongo las manoplas a mi hija, le envuelvo las piernas en una manta de felpa azul y bajamos el bordillo que nos separa del asfalto del aparcamiento. Diez metros más adelante, la acera.
Torcemos a la derecha, en dirección al lago. La capa de nieve que cayó durante la noche comienza a derretirse ahora. Las aceras están mojadas, y las hojas del otoño aún no recogidas forman espesas alfombras ocres y anaranjadas bajo los árboles pelados. Algunas hojas se pegan a las ruedas de la sillita de paseo. Al principio del otoño me entretenía en despegarlas con la punta del zapato, al ir caminando. Ahora son demasiadas, por todas partes. Sería inútil.
Como la inmensa mayoría de las calles de esta ciudad, Buena se cruza perpendicularmente con Clarendon. Hacia el sur el sol se refleja en los charcos, y por aquí ya no se nota el frío en la cara. Caen goterones, casi chorritos de agua, de los aleros de las casas. La nieve ensaya encima de los coches vías por donde deslizarse suavemente hacia el suelo. Dejamos Gordon Terrace a la izquierda. Como casi todos los días, alguien ha dejado aparcado un auto en la esquina e impide la visibilidad a los que intentan entrar en Clarendon. A nuestra derecha se abre ahora Belle Plaine. De nuevo el aire helado bajo los ojos y en la punta de la nariz. Una pareja de abuelos lituanos, o rusos, o polacos, bisbisea delante de nosotros en su idioma nativo. Cuando nos sienten acercándonos por la espalda se hacen a un lado y nos permiten el paso. La mujer mira a mi hija con una sonrisa en la boca. Al hombre se le fosiliza el rostro, y sus ojos parecen perderse en el vacío de la pared de enfrente.
Belle Plaine se cruza con Broadway después de un breve trecho. Viramos rumbo norte, pues los ojos nos picaban con este sol, altísimo ya. Ahora queda a nuestras espaldas. Mucho mejor así. Un suave aroma de cocina tailandesa se desvanece en el aire con el mismo sigilo con el que apareció. Me fijo en un cartel pegado en el escaparate de un teatrillo local. Twelfth Night se titula la obra. Bajo el título, la foto en blanco y negro de una chica blanca con un escote ancho y bajo. Se descubren unos pechos muy separados uno de otro. La chica mira a la cámara, desafiante. Unos metros más allá, al lado del semáforo en la esquina de Broadway con Buena, se para un cuatro por cuatro. Por la puerta del copiloto sale un joven, alto, vaqueros, pelo clarísimo y puntiagudo, un pequeño aro de oro en la oreja izquierda. Se frota las manos y sopla dentro de ellas. Abre la puerta de atrás del coche. Pasamos justo a su lado en el momento en que se afana por bajar de él una chica pelirroja. Tiene que eludir a otro chico sentado de este lado de la puerta, y sale con la espalda doblada. Por un instante parece la chica del cartel del teatro. Blanquísima, el escote muy abierto. Su pelo naranja metálico sobre los hombros acentúa la fluorescencia de su piel. Llegamos al semáforo, en rojo para nosotros. Echo la vista a la derecha, hacia atrás, y veo a la muchacha abrochándose los botones del escote de una blusa morada bajo un chaquetón azul marino. Es más gruesa de lo que parecía al salir del coche. Quizá por su cara puntiaguda, o quizá por la posición en la que se bajaba. Me fijo en que camina descalza. Por el rabillo del ojo capto que el cuatro por cuatro ha doblado en Broadway y toma Buena hacia el lago. Vuelvo la vista y el copiloto clava sus ojos en los míos. Pasan despacio, muy despacio, delante de nosotros. Memorizo la matrícula del auto: DL 756. Sé que se me han escapado unas letras a la derecha de los números. Es una matrícula peculiar, color azul fondo de piscina. La chica desaparece a la derecha, en un bloque de apartamentos. El semáforo ya está verde para los peatones. Cruzamos Buena, hacia el norte, aún en Broadway.
Pienso. Me imagino las posibilidades. Tres hombres y una chica en un cuatro por cuatro, a las diez y media de la mañana de un domingo, ella medio desabrochada, descalza. Se han parado en la esquina, y no frente al apartamento de ella. Aunque luego ellos han recorrido el trecho que les separaba del edificio, quizá queriendo asegurarse de que la veían entrar. La matrícula del auto denota a un dealer, un vendedor de coches. Podrían haber venido de una fiesta que hubiera durado hasta las tantas, y ahora la traían a casa. Pienso en el número de orificios que se pueden llenar en una mujer, y casa perfectamente con el número de hombres que iban con ella. Quizá sea una prostituta, y entonces no vendrían de una fiesta sino que todo habría ocurrido dentro del coche. Un poco apretados, pero siempre se pueden bajar los asientos de atrás, y queda un buen espacio en ese cuatro por cuatro. Quién sabe.
Perdido en estas imaginaciones, tuerzo en Montrose hacia la derecha. Pasamos por delante del World Gym, y, una vez más, me pregunto adónde querrá llegar toda esa gente echándose esas carreras tan desenfrenadas sobre las cintas de correr, dónde estará la meta. Aunque mucho me temo que ni ellos mismos lo sepan. Juegan a poner cara de que sí, de que están seguros de hacia dónde corren con esa premura, con esa angustia en los rostros. Doblamos hacia la derecha en Hazel. En esta calle nunca hay escapatoria del sol. Se iluminan los carteles de inmobiliarias colgados en las verjas de las casas puestas en venta. Pasemos por donde pasemos siempre hay alguno. Incluso varios en una misma calle. Todo parece tener precio, o estar en una constante compraventa, la gente siempre yendo y viniendo, sin parar ni un momento. Hoy aquí, mañana quién sabe dónde. Huyendo. En busca de oportunidades, algunos. Sin rumbo, la mayoría de ellos.
Dejamos Junior Terrace atrás, a la izquierda, con sus mansiones de millones de dólares. Si hubiéramos caminado por Broadway dos manzanas hacia el norte, pasada Montrose, habríamos visto a los grupos de vagabundos arremolinándose a la puerta de la Salvation Army. Enfrente, en el supermercado Aldi, donde las propias cajas de los productos hacen las veces de estantes, habríamos visto a las familias de hispanos y negros llenando los carros de salchichas, refrescos sin marca, pizzas y platos precocinados. De la calleja situada al lado del Aldi, detrás de la Tatoo Factory y la licorería, habríamos visto salir tambaleándose como zombis a los borrachos que pasaron la noche a la intemperie. Les habríamos oído berreándose unos a otros, jurando, y habríamos olido su peste a alcohol y mierda y orines resecos.
No quiero bajar aún hasta Buena otra vez, de modo que me meto por Hutchinson a la izquierda. Más mansiones millonarias. Una ardilla corre rauda por la acera. Cruza la calzada y sube a un árbol, no muy convencida de que vaya a conseguir nada allí. Espera a que pasemos, nos observa disimuladamente, y al instante retoma su carrera por los jardines de las casas. Un hombre de paseo con su perro se interpone entre éste y nosotros al divisarnos viniendo de frente a él. El perro, un galgo, está arropado y tiene el gesto distraído. Camina a pequeños saltitos, como si trotase. Cuando nos cruzamos, el hombre, anglo, nos saluda. «Good morning», respondo, esbozando una sonrisa. Driblamos una furgoneta de instalaciones de televisión por cable atravesada en medio de la acera, y llegamos de nuevo a Clarendon.
En Clarendon veo a una chica, blanca, de unos treinta y tantos, agachada recogiendo su bolso del suelo. Viste un abrigo de ante marrón, largo. Tiene la otra mano ocupada con una pequeña cámara de fotos. Por increíble que parezca, el bolso se le ha caído en el único charco que hay en un montón de metros a la redonda. Agarra el bolso dado la vuelta. Un puñado de monedas cae al charco. Ella sonríe cuando nos ve acercarnos. Por un instante, debato la posibilidad de ayudarla con las monedas o no. Lo resuelvo diciéndole «I wouldn’t even bother» al pasar a su lado. Ella sonríe de nuevo, ahora irritada. Nosotros seguimos nuestro camino por Clarendon en dirección sur.
No ha pasado ni un minuto y ya no puedo resistir la curiosidad que me corroe. Giro ciento ochenta grados para ver si, en efecto, se molestó en recoger las monedas. Pude ver un quarter, algunos nickles, unos cuantos pennies de cobre en el charco. Con el total no daría ni para una bolsa de pipas. Y me sonrío maliciosamente cuando, llegados a la altura del charquito, no encuentro ni una de las monedas que se le cayeron. Ni una sola. Levanto la vista y veo a la chica corriendo, casi ya llegando a Montrose. «Se ha dado prisa», pienso, pero no quiero adivinar qué pueda ser eso que tanto le apremia. No quiero dejar que vuele la imaginación como con la pelirroja. Luego me aturdo y me confundo.
Por inercia, seguimos Clarendon en dirección norte. Se ha borrado ya la estela que dejara la recogedora de monedas. De frente se nos cruza una pareja de anglos jóvenes, rondando la treintena. Él me saluda con un «Good morning» claro y decidido, al cual yo respondo con mi propio «Morning». Al llegar al cruce de Clarendon con Montrose giramos en redondo, en dos ruedas. Imito el sonido de los neumáticos de un coche al chirriar contra el asfalto. Mi hija me mira y se sonríe, cómplice.
Se nubla el cielo parcialmente ahora. Un hombre quita la nieve acumulada sobre el parabrisas de su coche. Aparcado en una callejuela lateral a nuestra izquierda, ha quedado al resguardo del calor matutino, en una sombra permanente. El hombre mira el resto de la nieve aún por quitar, y con un gesto mohíno deja la escobilla sobre el techo del coche. Abre la puerta y decide dejar a los limpiaparabrisas el resto de la tarea. Me pregunto a quién le pedirá que limpie el cristal trasero. Aunque seguramente lo deje tal cual está. No sería el primero en hacerlo. Ni el último. Le veo salir del auto con la cara agriada. Parece que no ha funcionado la cosa. La máquina se reveló y su plan quedó frustrado.
Desde Junior Terrace, a nuestra derecha, un hombre negro de unos cuarenta y tantos años confluye con nuestra trayectoria. Nos adelanta sin dificultad, enfundado en un chaquetón de cuero negro, pantalones de un verde apagado, casi gris, y zapatos de estilo castellano color burdeos. De su mano derecha cuelga lo que parece ser una Biblia. Unos pocos pasos más adelante, y sin sacar la mano izquierda del bolsillo del chaquetón, desactiva la alarma de un inmenso Mercedes-Benz verde azulado. Seguramente se dirige a su iglesia, para el culto dominical. El Mercedes-Benz despierta con un suave ronroneo y se agita con cada pisada del acelerador. Al instante lo oigo perderse en la lejanía. Entre tanto, dos manzanas hacia el oeste, en el delta que es la intersección de Sheridan Road con Broadway, frente a Cullom, un hombre y su nieto le echan granos de arroz a las decenas de palomas allí congregadas. Las palomas se apiñan donde caen los granos, y el niño ríe suavemente al verlas acercarse. Se han agrupado en tres bloques. El abuelo le indica a su nieto la papelera donde tirar la bolsa de arroz vacía. En pocos segundos las palomas ya han dado cuenta de los granos esparcidos por el suelo, y comienzan a dispersarse. Una pierna al aire del hombre las lanza al vuelo, para regocijo del niño. Las palomas giran dos veces en espiral, y se posan cansinas en la tierra húmeda. Abuelo y nieto ya se alejan calle abajo, agarrados de la mano. Un coche pasa raudo a su lado, las ventanillas bajadas. Inundan la calle los aullidos de System Of A Down:

If you point your questions
the fog will surely chew you up,
but if you want the answers
you better get ready for the fire.
Get ready for the fire.




del libro de relatos La métrica del olvido (Eutelequia, 2011)




Luis Ingelmo (Palencia, 1970) es autor del libro de relatos La métrica del olvido (Eutelequia, 2011). Licenciado en Filología Inglesa (Universidad de Salamanca), en Filosofía (UNED) y Pedagogía (DePaul University, Chicago), ha residido en EE. UU. durante siete años dedicado a la enseñanza del español. Ha traducido poemas de C. Bukowski, W. Wantling y T. Joyce para revistas españolas, así como las colecciones Guardia nativa de N. Trethewey, Poemas de afinidad y resistencia de M. Carter, Lanzadera en una cripta de W. Soyinka y Garcetas blancas de D. Walcott. Junto al poeta y traductor irlandés Michael Smith ha vertido al inglés poemas de P. García Baena, J. C. Llop, A. Rossetti, R. Bolaño y E. Juncosa para diversas publicaciones, así como los Collected Poems de C. Rodríguez y Arcana & Other Poems de V. Volkow. Acaba de aparecer su traducción de Abrir nuevos caminos: la poética transgresiva de Claudio Rodríguez, de Michael Mudrovic. Actualmente prepara la traducción de una amplia selección de la poesía de Aníbal Núñez.



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